lunes, 12 de mayo de 2008

Ensayo : La palabra exacta, en la poesía de Blanca Varela


Ensayo: La palabra exacta, en la poesía de Blanca Varela

Por mitzar brown abrisqueta

 

 

 

Noche / vieja artífice/

 

ve lo que has hecho de la mentira/ otro día/

Blanca Varela

 

 

Leer la poesía de Blanca Varela (Lima, 1926) implica un doble pero grato esfuerzo de tener que aislarse de la realidad inmediata e introducirse a ciegas en el universo abstracto expuesto por la artista. Doble abstracción entonces, la de la poeta y la de su lector anónimo, en confluencia no sincrónica que el texto exige para ser disfrutado. La noticia, hace casi dos años, de que la poeta peruana se convertía en la primera mujer ganadora del Premio Internacional de Poesía Ciudad de Granada Federico García Lorca, que “tiene como objetivo premiar el conjunto de la obra poética de un autor vivo que, por su valor literario, constituya una aportación relevante al patrimonio cultural de la literatura hispánica” (Tapia: 2006), nos sorprendió aquella mañana del 11 de octubre. Fidel Villar (2006) afirma que una de las alternativas —de los poetas de hoy— frente al uso inadecuado de la palabra es el silencio, o en todo caso es la de “(…) cuidar que el lenguaje no exprese más allá de lo que la propia palabra contiene o también (la de) intentar transformar un género literario en expresión pura de sí mismo. Siendo de esta forma, la poesía instaura una realidad que no tiene más existencia que en sí misma”. En este sentido, Villar ubica a Blanca Varela, a propósito del premio mencionado, dentro de la estirpe de poetas como Mallarmée, Rimbaud y Lautréamont, que —afirma— dieron preeminencia a la palabra en sí, y no a las ideas, para elaborar poesía. Así, por hallarse la palabra “cansada de significaciones” se la debía “radicalizar hasta sus propios límites”. A lo anterior se suma el Premio Reina Sofía, XVI Premio de Poesía Iberoamericana, que se le otorgó en mayo de 2007 y que fue recibido, en el mes de noviembre, por su nieta Camila de Szyszlo. Además, fue nominada para el Premio Miguel de Cervantes, considerado premio Nobel de las letras castellanas, y que, en esta ocasión, ganara el poeta argentino Juan Gelman.

 

Poeta vinculada a la Generación del 50, su obra es —en un comienzo— considerada poesía pura, en oposición a la poesía social, una clasificación bastante radical que hoy tiende a desaparecer. Sobre este tema, se ha discutido mucho: qué tanto se puede o se debe exigir a un poeta que comprometa su arte con la realidad social, o qué tanto una obra de arte deja de serlo por carecer de una estética aprobada por el canon vigente. Cuando Róger Neyra (2004) le pregunta al respecto a Arturo Corcuera, este responde:

            En el mundo socialista se equivocaron los que impusieron directivas en ese sentido. En el Perú, felizmente nos nació Mariátegui, que apreciaba mucho a José María Eguren (…). Él comprendía a los artistas, y en el ensayo que le escribe a Eguren expresa: El arte es una evasión cuando el artista no puede aceptar ni traducir la realidad y la época que le tocan (sic). Estos artistas maduran y florecen extraños y contrarios al penoso sufrimiento de sus pueblos (…).

 

 En la estética de Varela se percibe más el aprecio por la palabra y el significado pleno que la autora selecciona y otorga desde su mundo interior, antes que un interés frío por conservar la métrica o la rima. El significado pleno, al que me refiero, es aquél en el que está ausente —en la palabra— toda contaminación (Villar, 2006) producida por los excesos de carga semántica que el uso le da y que, cuando no la desgasta, la embota, con lo que pierde esencia.

 

La autora cuenta cómo, de niña, jugaba con los significados de las palabras: “Recuerdo claramente que no me gustaba mucho lo que me rodeaba y que, al mismo tiempo me gustaban demasiado las palabras, su sinsentido, su música” (Varela, 2002:86). Habla también de su dificultad para integrarse —en los años cuarenta— al mundo estudiantil mayormente masculino, dificultad que se vio aligerada por la amistad de Sebastián Salazar Bondy y del círculo de jóvenes poetas con los que se identificó inmediatamente para sumergirse en el mundo de todas las artes. Destaca la influencia de Emilio Adolfo Westphalen y de José María Arguedas, al que —cuenta— dedicó secretamente su poema Puerto Supe que, por sugerencia de Octavio Paz, cambió de nombre por Ese puerto existe; y, señala la importancia —para su poesía— de su posterior reencuentro con el poeta mexicano. Dice ella: “Existen, es verdad, un instinto y un azar electivos. Solo así, puedo explicarme también, por qué tuve la suerte de toparme durante aquel frío y oscuro invierno de un París de la posguerra con Octavio Paz. Sin su ejemplo, jamás hubiera perseverado en mi empeño de escribir poesía” (:88).

 

 Podemos afirmar que su poesía es el resultado de una concentración de significados precisos, expuestos con economía. Su obra que, últimamente, ha sido más estudiada desde la perspectiva de una literatura de género, me permite, sin embargo, y gracias a que la poeta reconoce —en su entrevista con Fietta Jarque—, (2001), la influencia Zen en Canto villano, hurgar en ella, en busca de sus coincidencias con la estética haikiana. No es solo desde el poemario Canto villano —sino desde la mayor parte de su obra— que puede apreciarse que la estricta norma del haikú moderno: métrica de diecisiete sílabas distribuidas en tres versos, no impide que la autora tome, de esta perfecta poesía japonesa, lo que conviene a su poética, como la brevedad y lo natural, al margen de la formalidad silábica. Y, como afirma Modesta Suárez (2002: 46), sobre la poesía de Varela, “(…), las imágenes son las que construyen paso a paso la estructura de los poemas cuyos versos no están realmente sostenidos por los juegos verbales ni por la rima”. Por otro lado, cuando Octavio Paz y su amigo japonés Eikichi Hayashiya deciden, en 1955, traducir la obra Oku no Hosomichi, (Sendas de Oku) de Matsuo Basho, creador de la forma haikiana, deben sacrificar la música al contenido —es decir— la métrica; no hablemos de rima, pues los haikús carecen de ella. En la Advertencia que hace Octavio Paz en la primera edición (1956) se lee: (…) y cuyo lenguaje, poseído por un infinito respeto al objeto, no se detiene nunca sobre las cosas, sino que se contenta con rozarlas. La traducción de los poemas, sacrificando la música a la comprensión, no se ajusta a la métrica tradicional del Haikú pero en muchos casos se ha procurado encontrar equivalentes en español de la concentración poética del verso japonés y de sus medidas silábicas. (2003:31)

Con esto, quiero destacar que el hecho de que la métrica pueda ser obviada para rescatar la esencia al momento de traducir me permite afirmar que el vínculo de la poesía de Varela con la poética haitiana es la esencia de esta última: su brevedad y la concentración de significados, no tanto lo formal.

 

La influencia Zen en occidente

Hagamos aquí una pausa para una exposición sucinta sobre cómo llega a occidente la influencia Zen. Es alrededor del siglo V d.C. que esta filosofía —gracias a los intercambios   comerciales entre los países del oriente, y al afán imperialista chino— es introducida a Japón, por el primer patriarca Zen japonés, Daruma, discípulo de Tamo, patriarca de la China. El budismo Zen llega a la China desde la India, donde el patriarca es Bodhidharma. Esta filosofía influye no solo en el pensamiento chino y japonés sino también en su arte. El Daruma japonés se inspira en el Mahayana, que es el budismo del gran vehículo y que afirma la doctrina del no-ego donde el yo individual es una ilusión; tampoco hay un Dios reconocible, de teología esclarecida. Esta negación del yo y del Dios concreto y reconocible no debe ser confundida con una postura nihilista, ya que, como negación, es sólo un camino para alcanzar una afirmación suprema.

 

 Trasladada esta filosofía a la literatura, es en el género lírico en donde tiene a su más alto representante: el japonés Matsuo Basho (1644-1694). Él llevó la forma haikiana a su máxima expresión. Uno de sus poemas más conocidos es: “Todo en calma; / penetra en las rocas / la voz de la cigarra”. Vemos la brevedad de sus diecisiete sílabas. Al ser traducido, del japonés, se hace un esfuerzo por mantener la métrica. Se ha considerado la sinalefa para el conteo de las sílabas en español. El haikú, necesariamente, incorpora elementos de la naturaleza que llevan implícito el tiempo o estación del año a la que alude el sentido del poema, en este caso, el estío. Es “la cigarra” la que oficia de elemento que convoca a la mente del lector la estación veraniega. Este mismo poema tiene una traducción, más actual, algo distinta –de Eikichi Hayashiya– pero que coincide mucho: “Tregua de vidrio: / el son de la cigarra /taladra las rocas” (Basho, 2003:135). En la nota aclaratoria correspondiente, Paz compara esta última traducción de su amigo japonés con otra anterior, la suya: “Quietud:/los cantos de la cigarra/penetran en las rocas” (2003: 208). Justamente, es Paz (2003:42) el que insiste en la influencia de la “actitud Zen” en todas las artes, y que, en ellas, el Zen alude a la vez que elude; cita a Chicamatsu, que dice: “El arte vive en las delgadas fronteras que separan lo real de lo irreal” y “El poeta no dice: esto es triste, sino que hace que el objeto mismo sea triste, sin necesidad de subrayarlo”. ¿Cómo conseguir esto último si no es porque se nombra al objeto, con exactitud, sin excesos, ni adornos?

 

 El haikú se difunde en la literatura occidental desde los inicios del siglo XX. En 1905, en Francia, Paul Louis Chochoud publica un primer poemario de clara influencia Zen, y en 1906, Los epigramas líricos de Japón. En Inglaterra, entre 1905 y 1912, varios poetas manifiestan su preferencia por esta forma poética, entre ellos destaca Ezra Pound (1885-1972) para el que era preferible presentar una sola imagen, en la vida, a una obra voluminosa. En España y América, el haikú no resultó una forma ajena debido a su similitud con la brevedad de los epigramas, las adivinanzas y las seguidillas. En México, es introducido por José Juan Tablada (1871-1945), poeta vinculado al Modernismo y al inicio del Vanguardismo, y que visitó Japón en 1900. Octavio Paz —poeta influyente en el quehacer poético de la autora Varela— señala, sobre Tablada, que: “Sus pequeñas y concentradas composiciones poéticas, además de ser el primer trasplante al español del haikú, fueron realmente algo nuevo en su tiempo” (2003:20-21). Aunque, como Paz recuerda, Tablada solía llamar haikai, en vez de haikú, a sus poemas debido al contenido irónico y a la “imagen brillante”. Quiero indicar que, tanto en los haikús como en los haikai, la sorpresa –expuesta en imágenes– es un componente que complementa a los elementos tiempo-espacio que son convocados también por ingeniosas imágenes. Se puede decir que los poetas hispanos, influenciados por lo haikiano, rescatan la brevedad y la precisión para nombrar de esta forma poética, aunque varían el número de sílabas.

 

La sutil presencia de la filosofía Zen en la poesía de Varela

 

Y es, reitero, en los poemas de Canto villano donde se observa la sutil presencia de la filosofía Zen; sobre todo, en los nueve primeros poemas, que muestran el gusto de la autora por condensar y capturar momentos o circunstancias que suelen pasar desapercibidas, como en “Después”, donde la breve sombra de una rosa inquieta los sentidos: tras la rosa / sombra (Varela, 2005: 28). Economiza significantes, pero cada uno de ellos es capaz de suscitar, en el lector, aquello que la poeta no ha hecho explícito, en su afán de ser exacta. La precisión —la correspondencia de la palabra con su objeto—parece ser la regla de oro en su obra. Así, el poema “Justicia”, no carente de cierta ironía, resume en seis versos la complejidad de la cadena (alimenticia) ecológica. Evidencia el sentido de la continuidad a la vez que el sinsentido del hecho de vida individual, lo fugaz y lo frágil de este, para priorizar la trascendencia de los seres vivos como especie. Encuentro en su estética un sinsentido de lo singular que cobra sentido en lo universal. O, como señala Paz con respecto a la doctrina Zen:

            (…) Para provocar dentro del discípulo el estado propicio a la iluminación, los maestros acuden a las paradojas, al absurdo, al contrasentido y, en suma, a todas aquellas formas que tienden a destruir nuestra lógica y la perspectiva normal y limitada de las cosas. Pero la destrucción de la lógica no tiene por objeto remitirnos al caos y al absurdo, sino, a través de la experiencia de lo sin sentido, descubrir un nuevo sentido. Sólo que este sentido es incomunicable por las palabras. Apenas el humor, la poesía o la imagen puede (sic.) hacernos vislumbrar en qué consiste la nueva visión (2003: 40)

 

Así como a Matsuo Basho le es suficiente la utilización de la imagen en su poema de la cigarra, que alude a una determinada época del año, Blanca Varela no necesita ni busca explicar lo que, de por sí, alude su pequeña composición poética. En “Justicia” vemos que el gusano está expuesto al apetito del pájaro y éste, a su vez, al del hombre, que inexorablemente habrá de calmar el apetito del gusano que se encarga de cerrar y reiniciar el ciclo, que para Edgar O’Hara (1984: 42) transmite el sentimiento del eterno retorno. Esa ironía, a la que aludo, podría situar al poema de Varela, no solo como haikiano, sino también como haikai, forma que cultivó aquel otro exponente de la lírica japonesa, Teitoku —muy inclinado a la imagen brillante— al que se acercó más la poesía del mexicano Tablada (Paz, 2003: 20).

 

En su obra, está claro que —como afirma ella— le interesa la poesía como expresión (Prain, 2001) y no como juego verbal; la ausencia de rima y de una métrica fija no afecta a la cadencia de sus versos. Para comprobarlo, léase en voz alta, e incluso en silencio, el poema “Monsieur Monod no sabe cantar” (2005: 49), en donde se aprecia el fluir de las ideas, propio del surrealismo, influencia que recibió durante su juventud, y que —según la estética de esta corriente— tiende a automatizar el arte, pero que en Varela, que afirma haberse sentido identificada con los surrealistas (ver Rosas 2002: 71), no se hace radical ni carente de lógica sino que fluye sin que la autora permita que los versos se abran en explicaciones que podrían parecer confesionales o querer narrar una historia, sólo deja que cada verso evoque algo y se concatene de inmediato al verso siguiente que, a su vez, va señalando el rumbo, en una lógica peculiar. Múltiples elementos de la realidad salen de su simplicidad: ‘agonía de mosca’, ‘la obscenidad de los geranios’, ‘la vergüenza del ajo’, ‘los gorrioncitos cagándose’ o ‘la patita de cangrejo atrapada’, para acompañar a las elucubraciones del Yo poético en torno al amor desvanecido. Es clara la influencia haikiana: “Piojos y pulgas: / mean los caballos/cerca de mi almohada” (Basho, 2003: 125). En los poemas de El libro de barro (2005: 67-89), nuevamente, aparece una característica haikú. Es el hecho de no poner título al poema, también ronda el tema haikiano de la creación, lo óseo es la esencia del alma: “(…) El corazón del eclipse, el viaje y el negro esplendor de la música carnal allí adentro, en el hueso del alma” (2005: 74). Como lo es la costilla, del cuerpo de una Eva implícita, en: “HUNDO la mano en la arena y encuentro la vértebra perdida. /La extravío al instante. (…)” (2005: 67). En el mismo poema, leemos: “(…) El mar huele a vida y a muerte…” donde la vida y la muerte están en tensión; obsérvese que son el dolor y la memoria, imbricados, en sucesión regresiva de ecos tras lo prístino: la vértebra, el discurrir, y la muerte. O, como afirma Bethsabé Huamán (2002: 54) “(…), como si la palabra fuera ese barro primigenio sobre el cual se experimentó el mundo (…)”. El tema de la fugacidad de la vida, de su fragilidad, vuelve en “Concierto animal” (2005: 93-120). Une lo afectivo a lo sensorial, en palabras que connotan desazón, el Yo poético se transforma en el ‘hálito de la rueda’, ‘el cencerro de la tempestad’ o en el ‘burbujeo del cieno’ para que su clamor sea oído, (2005: 100). Es el quid de la poética haikiana mediante el cual el Yo lírico se sacrifica para transformarse en lo observado y hablar desde su objeto. Apela a los ruidos producidos, por aquellos elementos, para capturar la atención de su lector implícito: “Si me escucharas…”. En sus inicios, Blanca Varela utiliza un Yo lírico masculino; ello se observa en Ese puerto existe. Hecho que, en alguna ocasión, la autora ha señalado se debería a la época en la que comenzó a escribir, cuando predominaba la escritura masculina. Vemos que, en líneas generales, sacrifica no sólo el género sino también la persona desde la que se expresa; es ambigua, ambivalente, porque se funde con su objeto. Sobre la preeminencia de la escritura masculina, en nuestra literatura, Marco Martos nos dice: La poesía peruana del siglo XX, aparte del caso de Magda Portal, fue privilegio de varones. Dos de ellos, César Vallejo y José María Eguren, copan, ellos solos, con la calidad de sus versos, cuatro décadas de poesía en el Perú. En los años cuarenta, dos jóvenes poetas, Jorge Eduardo Eielson y Sebastián Salazar Bondy, se reunían en los alrededores de la Universidad de San Marcos con una incipiente escritora, menor que ellos mismos. Blanca Varela había nacido en 1926 y tenía una profunda vocación literaria que desarrollaría recién a partir de 1959, cuando publicó en Veracruz, México, con un prólogo de Octavio Paz, su primer libro Ese puerto existe. (2002:74) Además, Martos define a la autora como “una poeta que excava en sus propias entrañas y que establece un curioso contraste entre una dicción límpida y el sentimiento exacerbado de estar arrojada en el mundo” (2002:77). En la poesía de Varela, la vida, lo orgánico, y la muerte, son parte del drama interno que sufre el Yo poético y que es transferido al lector como un cuestionamiento sobre su destino inexorable y que la autora llama ‘impostergable ceremonia’. “En Nadie nos dice” (:143), de El falso teclado (2005: 127-143), el tema es el desconocimiento de cómo enfrentarse a la muerte cuando es la propia. El eje temático del poema, donde el comportamiento instintivo de ‘el perro de la casa’, ‘el gato’ o ‘el elefante’, ante ella -la muerte- sirve de modelo que señala la simplicidad de un hecho que, de ordinario, se cubre de eufemismos por su condición de incierto y desconocido. Es eso, el misterio imposible de develar por ser alguno, el que está planteado en este poema que consigue cuestionar la creencia de la muerte como el paso a algo desconocido cuando es en realidad un final. Es el tema recurrente, es el ciclo de la vida:

 

cambiar el paso/

 

acercarse/

 

y oler lo ya vivido/

 

y dar la vuelta/

 

sencillamente/

 

dar la vuelta (:142-143)

 

Sobre este tópico de la muerte y de la finalidad de la vida como ser individual es preguntado el poeta peruano Arturo Corcuera, ganador del Premio de poesía Casa de las Américas 2006. El poeta dice: “Después de los 50 nos ronda la idea de la muerte. A veces pienso que el verdadero descanso tal vez consista en que nadie se acuerde de uno, que nuestro nombre resulte extraño (…) que el tiempo haga con nuestros versos lo que los gusanos hacen con nuestro cuerpo (…)” (Neyra, 2004: 16). No es, pues, la muerte del individuo lo más importante, aunque tampoco es presentada como vana o inútil; Varela reflexiona sobre ella, pero de la misma manera como lo hace con respecto a lo cotidiano, que según Ina Salazar (2002: 19) “sirven para convocar inquietudes ontológicas” y confrontar lo “circunstancial y lo trascendente”. En su poema “Otro” (:135) retoma el hecho de la continuidad de la existencia como fundamento, la vida en términos de secuencia no-interrumpida, la preeminencia de la raza humana sobre la individualidad del ser, que se torna eslabón carente de peculiaridad para permitir con su sacrificio inexorable la regeneración de la vida, además del equilibrio ecológico. Nuevamente constatamos la abstracción del haikú y la presencia de la filosofía Zen, donde la individualidad desaparece, donde el no-yo permite el hecho de la supremacía del universo como un todo vital, un sistema. En “Otro” está implícita la descomposición de un organismo, es el Yo que, nuevamente, se sacrifica para ser observado como el modelo de la interminable cadena, se acepta como parte que prioriza el fin supremo de la existencia del ser, que es biodegradable para volver en una nueva forma de vida, cualquiera del sistema: “aleteando o mugiendo” (última línea del poema). Las líneas iniciales condensan, con humildad del Yo lírico, su entendimiento del rol que le toca en la vida, en la perpetuidad del hombre y de su entorno con el que hace unidad:

           carezco de raíces /

 

de manos/

 

de retoños /

 

Ni raíces para aferrarse a la vida, ni manos para asirse a nada, ni hijos que le den continuidad a la singularidad que le tocó vivir, toda su materia será devuelta al todo para que vuelva en una nueva forma que convenga a la cadena. En las siguientes líneas:

 

mi frente es sólida /

 

como una piedra/

 

que será arrojada/

 

Observamos la capacidad del Yo lírico para hablar de sí y convertirse en el no-yo, que señalamos líneas arriba. Es el sujeto que se convierte en el objeto contemplado, convertido en piedra arrojada al mar para ser arena –dice el final del poema- y ser alimento de otro ser vivo. Es esa actitud Zen de la contemplación y no de la explicación, la que prima en su poética. Ella ha asegurado, ante la notoria presencia de la ‘muerte’ en su poesía, que: “Hay mucho valor positivo en vivir aun a sabiendas de que se va a morir. (…). Todo el mundo me habla de la presencia de la muerte en mi poesía, pero si la muerte existe ¿por qué no podemos vivir con la muerte?” (Rosas: 72).

 

Para entender mejor el planteamiento sobre la capacidad –del poeta- de la contemplación de sí mismo, observemos que, según la estética del poeta Basho, había (para el autor lírico) un primer estado, perceptivo, mediante el que debía –el artista- participar de lo esencial de la cosa de la que deseaba escribir –ella misma, su ser como parte de un todo superior a su propia individualidad. Para ello debía participar de la vida de su objeto. Como se señala en líneas anteriores, es el transformarse en aquello que es observado. Luego de la etapa perceptiva, está la etapa expresiva mediante la que se comparte lo vivido con el lector por medio de las palabras, que deben ser transparentes para que la vida interior del objeto llegue a la mente del lector tal como es percibida por el poeta: su cualidad de biodegradable. De esta manera, puede leerse el poema citado anteriormente, donde gracias a la experiencia “vivida” por el enunciador, la experiencia de la muerte que permite la continuidad de la existencia, el lector asume el rol que le corresponde en esta cadena, se ve a sí mismo como un eslabón, de la misma forma como lo hiciera el Yo lírico. Como se ha expuesto, puede afirmarse que la poética de Blanca Varela lleva implícita la filosofía budista Zen. Ella se manifiesta más, a través del contenido, que su poesía convoca, que por las formas. No es, esto último, el elemento importante de su poética. Las palabras son el medio, y, como tales, deben mantenerse austeras, pero profundas en contenido. Por eso la brevedad que, a su vez, exige el trabajo y el esfuerzo de su lector, que debe abstraerse de su entorno e incorporarse a la obra poética para asumir la tarea de desentrañar lo abstracto de sus líneas, las sensaciones condensadas en ella -la obra- y los momentos y las circunstancias efímeras que en condiciones normales no son percibidas en su magnitud. Doble abstracción entonces….

 

 

 

Referencias bibliográficas

 

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